Mártir no se nace. Es una gracia que el Señor concede, y que concierne en cierto modo a todos los bautizados. Hoy, la sangre de un gran número de cristianos mártires sigue siendo derramada en el campo del mundo, con la esperanza cierta que fructificará en una cosecha abundante de santidad, de justicia, reconciliación y amor de Dios.
El Arzobispo Romero recordaba: «Debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor… Dar la vida no significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener el espíritu de martirio, es entregarla en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco».
El mártir, en efecto, no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia. No, el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos, y que, unido a Cristo, no se desentiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos, de nuestras angustias (cf. Deivis Rueda)
Agradecemos a Dios, el don de la vida de Monseñor Oscar Romero a la Iglesia.